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La cereza es lo más importante

En cierto modo todas las tartas se parecen. Cambian los colores, los ingredientes y los sabores, pero conservan una esencia que las define como lo que son: una tarta.

El detalle es lo que lo cambia todo. Ese pequeño toque, esa diferencia sutil, que puede ser tanto externa como interna. Puede ser muy evidente, o totalmente discreta. Un aroma; una especia. Un cambio estratégico en la receta, o en la forma de prepararla. El decorado.

Sea como fuere, las tartas que quedan en nuestra memoria no son las estándar. Las comunes, las “normales”, las que son idénticas a las demás. Las que suelen anclarse en el recuerdo son aquellas que salieron de lo habitual, que rompieron el molde. Ese tipo de tartas que, hoy por hoy, está de moda llamar “disruptivas”. Las que tienen ese extra. Esa diferencia particular, inesperada. Esa elegancia que no es otra cosa que el aroma del estilo propio, de la identidad. Incluso si se trata solo de una pequeña cereza, la única en un pastel enorme. Su sello especial.

 

En una persona, esa cereza es su singularidad.

 

Eso es lo mejor que tenemos. Lo más valioso que podemos aportar al mundo, a los demás. Y, también, lo que más felicidad y plenitud puede generarnos. Porque no hay mayor placer que el permiso de ser quien uno es. De darle rienda suelta a la autenticidad. Me gusta más el término “singularidad”, porque creo que describe mucho mejor de qué se trata. Exalta con mayor claridad lo que se quiere expresar.

 

¿Y dónde encontrar tu cereza? ¿Cuál es? ¿Cómo ponerla en la cima, como en la tarta, para que destaque? Pues, la cereza que nos vuelve exquisitos está en el núcleo de nuestro corazón. Allí donde solo tú puedes llegar a mirar, y con la honestidad más desnuda, observar sin juicios cuál es tu verdad, tu manera de ver el mundo y de vivir, tus cualidades, lo que quieres dejar como huella, como legado, todo lo que se condensa en esa palabra única y profunda: singularidad.

 

Puedes comenzar buscando lo menos evidente en ti. Deja a un lado las expectativas ajenas, esas que te han acompañado desde que naciste. Déjalas respetuosamente, comprendiendo que no te pertenecen. Aunque sean muy positivas y muy válidas, no son tuyas. Quédate única y exclusivamente con las tuyas.

 

Sentir que no somos suficientes, o que no somos lo esperado, lo que ese otro quiere o desea, puede generar heridas muy profundas. Y como en todas las heridas, muchas veces el dolor no viene de la herida en sí, sino del deseo traicionado. De no haber logrado, alcanzado o completado el anhelo. Pero si el anhelo, además, es de otro... ¡Qué herida tan injusta dejas sin sanar!

 

A veces, lo que duele, lo que incomoda, no es lo que falta, sino lo que sobra. Buscamos un motivo, un sentido, porque pensamos que eso puede aliviar el dolor. Sin embargo, a veces esa búsqueda obstinada e incesante puede producir más incomodidad que alivio, porque nos impide soltar y seguir adelante.

 

Deja, insisto, la mochila de lo que otros eligieron para ti, y lleva solamente la que es tuya; la que te construye. La que te hace ser lo que viniste a ser, lo que eres. Es fundamental honrar ese aspecto sagrado e irrepetible de tu singularidad. Protege, a toda costa, tu cereza.

 

Las emociones negativas se disipan más fácilmente cuando las aceptamos. Rechazarlas o negarlas solo prolonga su agonía. A veces un cambio de perspectiva puede ser renovador. 

 

Ya no respires por inercia; toma aire fresco.

Ya no bebas agua; hidrata tu cuerpo.

Ya no comas sin más; nútrete y disfruta de los sentidos.

Ya no saludes; conecta con el otro, y admira su singularidad.

Ya no te exijas hasta romperte; permítete intentar.

Ya no te culpes; comprende.

Y, por encima de todo, ya no sobrevivas: ¡vive!

© 2011 Más Vida / Montevideo, Uruguay

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